Como comentábamos en otro post, el esfuerzo es una actitud frente a la vida que nos prepara para afrontar y no venirnos abajo ante múltiples situaciones del día a día. Esforzarse supone persistir y saber tolerar la frustración de no lograr las cosas a la primera. No nacemos con esto en nuestros genes sino que lo aprendemos a lo largo de la vida.
Enseñar a esforzarse
Enseñar disciplina, esfuerzo, perseverancia, responsabilidad o tolerancia a la frustración, implica que desde pequeños los niños tengan contacto con experiencias o situaciones que exijan este tipo de comportamientos por su parte, para que poco a poco normalicen esas situaciones e incorporen esa manera de enfrentarse a ellas. Para eso es necesario trasladarles progresivamente responsabilidades y tareas de las que puedan ocuparse y que requieran de su tiempo y esfuerzo (ej. Ayudar a poner la mesa, recoger sus juguetes, echar su ropa a lavar…).
El aumento en la exigencia debe ser progresivo y acorde con sus capacidades, pero es importante que se enfrenten a tareas que aún no dominan bien, que requieran varios intentos, que se equivoquen y que lo vuelvan a repetir. Es importante que dejemos que los niños se expongan a la frustración, a esa emoción desagradable de que las cosas no salgan, de que les cuesten… y no caer en hacérselo nosotros a la mínima de cambio “por no verles sufrir”. De actuar así, les estaremos haciendo un flaco favor, pues no les estaremos enseñando a tolerar la frustración y sobreponerse a los obstáculos. Estaremos “construyendo” personas impacientes, que querrán los resultados ya, que se vendrán abajo a la mínima y que difícilmente conseguirán progresar y llegar a metas más allá del ámbito que ya dominan… la tan de moda “zona de confort”.
A “Predicar con el ejemplo”
Los adultos debemos alentar a los niños a no desanimarse, a volverlo a intentar. Transmitirles que tenemos depositada nuestra confianza en ellos y en sus capacidades. Debemos valorar, reconocer y reforzar esos comportamientos que demuestren esfuerzo, perseverancia, implicación. Eso es precisamente lo que les queremos enseñar, por tanto, es imprescindible hacerles ver que nos damos cuenta, con independencia de los resultados. Lo que debemos valorar es la conducta de “esfuerzo” en sí misma (y no tanto el resultado).
Los adultos debemos convertirnos en los principales modelos de conducta para los pequeños. Somos sus referentes principales y eso lo tenemos que transmitir a través de lo que decimos y de lo que hacemos, de forma que ello sea coherente con los valores de esfuerzo que queremos inculcar. Comentarios como “Que pereza hacer esto”, “Ya lo haré mañana”, “Si no te sale, déjalo”, comportamientos de postergación, pereza, falta de responsabilidad y descuido a la hora de hacer las cosas… transmiten a los menores unos valores y una actitud ante las tareas y ante la vida. Les estaremos legitimando para que ellos actúen igual, trasmitiéndoles que esas conductas pueden ser de alguna manera ventajosas.
Por el contrario, si “predicamos con el ejemplo” demostrando persistencia, sacrificio, lucha… si les alentamos a volverlo a intentar sustituyendo interpretaciones del tipo “No soy capaz”, “No sé hacerlo”, “No voy a poder” por otras como “Prueba otra vez”, “Poco a poco saldrá mejor”, “Todos cometemos errores”… Si les transmitimos lo gratificante que es ver las cosas terminadas, observar el producto de tu trabajo, recibir los resultados cosechados… les estaremos motivando a “copiarnos”, les estaremos enseñando que hay cosas que requieren esfuerzo y no siempre se consiguen a la primera… pero que cuando se consiguen, “sabe muy bien”, les estaremos enseñando a desdramatizar los errores, haciéndoles ver que muchas veces se fallará pero que eso no te convierte en una persona menos válida o en un fracasado.
En su lugar podemos enseñarles a sacar partido de los errores, analizando en qué se ha fallado y cómo puedo prevenir que vuelva a ocurrir. Podemos enseñarles a diferenciar lo que hemos hecho mal de lo que hemos hecho bien, en lugar de adoptar una actitud dicotómica que nos lleve a juicios del tipo “Si no ha salido todo bien, ya todo es un desastre”, “Soy un desastre, nada se me da bien”… que no son interpretaciones realistas y que generan en la persona una imagen muy negativa de sí misma, instaurando en el inmovilismo del “para qué lo voy a intentar”.
La pereza, el conformismo y el inmovilismo nos devuelven una imagen bastante negativa de nosotros, que podemos terminar incorporando y utilizando para describirnos (“Soy perezoso”, “No tengo fuerza de voluntad”, “Mi problema es que no termino lo que empiezo”, “Soy poco constante”)… En base a todo esto construimos nuestra autoestima. Es difícil que estemos satisfechos con nosotros mismos si no tenemos experiencias de éxito y satisfacción personal, y para tenerlas, hay que cosecharlas, sembrarlas, hay que trabajar por ello…y además hay que saber valorar los logros, por pequeños que sean.
Diez claves para inculcar esfuerzo a los pequeños
Un aprendizaje y debate continuo…
A veces somos nuestros principales enemigos, boicoteándonos cuando la tarea requiere persistencia y esfuerzo. En esos momentos la pereza y la búsqueda de soluciones inmediatas y poco costosas pueden ganar la batalla. Las consecuencias serán ventajosas a corto plazo (nos libramos de hacer aquello que nos es costoso), pero nos privaremos de los beneficios a largo plazo, que sin duda serán mucho más satisfactorios (mejorar nuestras habilidades, consecución de éxitos y resultados, llegada a nuestra meta, satisfacción personal…).
Los adultos podemos ayudar a los niños ya desde pequeños en este camino de aprender a esforzarse, sobreponerse a la frustración, confiar en uno mismo y ser justos en los juicios que hacen sobre su comportamiento. Pero nosotros no estamos exentos de seguir aprendiendo, y seguiremos enfrentándonos a nuestra propia lucha interna entre lo fácil y lo costoso… La inclinación de la balanza dependerá del momento y la situación, pero también en gran medida, de aquello que se nos ha ido inculcando y lo que hemos aprendido de la vida.
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