El poder de las Palabras

Todos somos conscientes del gran poder que tienen las palabras no sólo a la hora de trasmitir información o argumentar nuestras ideas, sino también a la hora de provocar reacciones emocionales en nosotros mismos y en los otros. A través de las palabras podemos provocar dolor, enfado, alegría o decepción en las personas… por poner algún ejemplo, y todo en función de las palabras que utilicemos y de las experiencias de aprendizaje o vivencias que cada persona haya tenido en relación a esas palabras.

Pero… ¿Por qué las palabras tienen tanto poder cuando sólo se tratan de construcciones sociales (conjuntos de letras) cuya asociación con el referente (aquello a lo que denominan) es completamente aleatoria y fruto de una convención social?

La explicación de todo ello se encuentra en los procesos de aprendizaje que subyacen a dicha asociación entre ese conjunto de letras que conforma la palabra y el concepto, objeto o referente al que pone nombre. Aclaremos esto un poco más.

Cuando aprendemos el vocabulario de nuestro idioma se nos enseña que ciertas palabras denominan ciertos conceptos o realidades. Esa realidad o concepto al que se refieren las palabras es su significado denotativo (objetivo), pero esas realidades o conceptos pueden así mismo tener un significado connotativo (subjetivo) diferente para cada persona (en función de lo que dicha palabra le sugiera o de a qué la ha asociado), aunque en el caso de muchas palabras, dicho valor connotativo puede ser bastante compartido. Este significado connotativo puede ser de carácter neutro, positivo o negativo y como hemos dicho, es adquirido a través de las vivencias propias de cada persona, pese a las posibles connotaciones compartidas.

Por ejemplo, la palabra “sonrisa” hace alusión al acto de sonreír, que a su vez se asocia con la emoción alegría, la cual es una de las emociones positivas básicas existentes en nuestro repertorio de conducta, por todo ello es comprensible que para la inmensa mayoría de las personas la palabra sonrisa tenga un valor positivo. Por el contrario, la palabra “muerte” se asocia al hecho de dejar de existir, algo que para la mayoría de las personas tiene un tinte negativo, no obstante, la percepción que las personas tienen de la muerte puede variar mucho en función de sus experiencias de aprendizaje (la idea que se les haya trasmitido de la muerte, las experiencias de muertes cercanas que haya tenido, cómo ha visto a personas cercanas afrontar situaciones relacionadas con la muerte o cómo las han afrontado ellas mismas…). Las vivencias individuales en relación a un hecho pueden influir en el valor connotativo que cierta palabra adquiere para esa persona. Otras palabras como “cuchara”  suelen tener asociado un valor neutro pues por lo general no provocan ninguna reacción emocional especial (a menos que se haya tenido alguna experiencia especial al respecto).

Vamos a profundizar algo más en la cuestión del valor connotativo de las palabras. ¿Cómo se asocia ese valor connotativo y subjetivo a la palabra? Para explicar esta asociación entra en juego un proceso de aprendizaje denominado Condicionamiento Clásico, el cual explica cómo un estimulo inicialmente neutro (como sería una palabra que no deja de ser una construcción social) adquiere la capacidad de elicitar una determinada respuesta (por ejemplo una emoción como la alegría o la tristeza) cuando se asocia (aparece de manera conjunta) a otro estímulo que previamente tenía la capacidad de provocar dicha respuesta. Esta capacidad de provocar respuestas similares por parte de un estímulo o concepto y de la palabra que lo representa requiere de la asociación de ambos repetida en el tiempo.

Veamos un ejemplo de todo ello relacionado con las palabras. Cuando aprendemos que una palabra denomina un objeto lo hacemos a base de escuchar a otras personas pronunciar siempre esa palabra en presencia de ese objeto y en diferentes situaciones estimulares, en las cuales, lo que siempre permanece constante es el objeto al que la palabra se refiere. Así aprendemos que esa palabra denomina una cosa y no otra. De este modo aprendemos el significado objetivo.

Para el aprendizaje del significado subjetivo se ponen en marcha los mencionados procesos de Condicionamiento Clásico de modo que las emociones que genera el objeto o concepto al que la palabra se refiere pasan a ser también provocadas por esas palabras independientemente de que esté presente o no el referente al que aluden. Por ejemplo, si aprendemos que la palabra “estúpido” se utiliza cuando alguien está haciendo algo mal, no alcanza un nivel adecuado de inteligencia (ambas cosas son en principio negativas), aprenderemos también que esa palabra se utiliza para resaltar una característica o una actuación negativa de una persona en un momento dado, y que por tanto, la palabra tiene un valor negativo. Así mismo, en esas situaciones en que alguien nos hace ver que estamos haciendo algo mal o nos señala una cualidad negativa de nosotros mismos (como puede ser una baja inteligencia), lo frecuente es que experimentemos una emoción negativa. Si unimos ambas cosas: 1) el uso de la palabra “estúpido” cuando alguien quiere resaltar una cualidad negativa o una actuación inadecuada de otra persona y 2) la emoción negativa que se experimenta en esas situaciones en que alguien te hace ver una cualidad o comportamiento malo de ti, lo que obtenemos es en definitiva una asociación entre el término “estúpido” y la emoción negativa asociada a la situación en la que esta palabra se suele utilizar. En este caso aprendemos que la palabra “estúpido” representa un concepto o realidad (Necio, falto de inteligencia, según la RAE), y que dicha realidad a la que alude, es negativa. Por tanto, si esa palabra se nos aplica o se aplica a alguno de nuestros actos, tendrá la capacidad de elicitar las emociones negativas correspondientes. Claro está, que en esa interpretación que se dé a la palabra juega también un papel muy importante el contexto en el que se esté utilizando, no siendo lo mismo que un jefe nos llame estúpidos (en relación a un trabajo que hemos hecho) a que nos lo llame un amigo en un momento en el que estamos de bromas.

Con los términos positivos como “guapo/a” ocurre lo mismo. Si aprendemos por la observación del comportamiento de otros que cuando estamos expuestos a estímulos que resultan agradables a la vista se utiliza la palabra “guapo/a”, “bello/a” o “bonito/a”, aprenderemos que esa palabra tiene una connotación positiva, pues las emociones que intrínsecamente nos suelen provocar los estímulos armónicos son positivas. Un ejemplo de cómo se aprende el valor positivo de estas palabras es por ejemplo cuando un niño bebé empieza a observar que sus padres se dirigen a él diciendo cosas como “precioso”, “cosa linda”… y esas cosas que se les dicen a los bebés. El pequeño además observa que cuando se le dicen esas cosas, se le hacen además carantoñas, se le pone una sonrisa y por lo general también se le dan mimos y caricias. Así, desde bien temprano, ese tipo de palabras relacionadas con la belleza o el cariño se “condicionan positivamente” a través de esa asociación entre la aplicación de las palabras y la provocación de emociones positivas.

Progresivamente a lo largo de nuestra vida iremos asociando las palabras además de con sus significados objetivos, con los significados subjetivos que tengan para nosotros en base a nuestras experiencias, produciéndose además procesos de generalización que explicarían cómo palabras que pertenecen a un mismo campo semántico o son sinónimas provocan las mismas respuestas emocionales. (ej. Tonto, estúpido, imbécil o guapo, “mono”, precioso, bonito…).

El poder de las palabras

Estas son las razones que explican que en ocasiones escuchar una palabra o pensar utilizando ciertos términos nos provoque una determinada respuesta emocional (no es lo mismo pensar de nosotros mismos que somos “tontos” o “gordos” a que somos “guapos” e “inteligentes” y no podemos olvidar que en la descripción que hacemos de nosotros mismos, de los que “somos”, están implicadas las palabras). Aunque parece muy básico de esta manera explicado, el uso de las palabras puede llegar a tener repercusiones muy complejas en nuestras reacciones emocionales, en el modo de sentirnos, en nuestra forma de percibirnos y de describirnos a nosotros mismos (autoestima o autoconcepto) y en nuestros comportamientos, pues las palabras pueden ser utilizadas por nosotros mismos y por otras personas como “armas arrojadizas” por un lado o como enormes refuerzos y “regalos”, pudiendo hacer mucho daño en los primeros casos y mucho bien en los segundos.

Las palabras además se pueden descontextualizar y utilizar en ausencia de referentes reales, pero puesto que ha habido un aprendizaje previo tanto del significado denotativo como de su valor connotativo o emocional, se puede comprender su significado y “adivinar” su intención. Por ejemplo, cuando alguien te llama “retrasado” podemos entender que no cumplimos los criterios para la aplicación de dicho termino, pero de igual manera sabemos lo que está queriendo decir, precisamente por toda la experiencia previa que tenemos sobre el significado de dicha palabra. Es por ello que muchas palabras pueden hacer daño sin que realmente se cumpla la realidad a la que aluden (nos pueden llamar “tontos” sin serlo, nos pueden llamar “feos” sin serlo para todo el mundo, nos pueden llamar “gordos” sin tener realmente sobrepeso…). Todas estas palabras pueden tener una repercusión en la persona y precisamente porque sospechamos esa repercusión, muchas veces las utilizamos con ese objetivo, sin caer en la cuenta de que las emociones que causamos en otras personas pueden ser en ocasiones muy dolorosas e intensas y que las descripciones verbales que hacemos de esas personas pueden contribuir a que dicha persona aprenda esa manera de describirse a sí mismo (aunque esto puede darse tanto para lo negativo como para lo positivo).

Este último punto requeriría mucha más extensión, pero sólo a modo de reflexión dejo dicho lo siguiente: ¿Cómo creen que se describirá a sí mismo un niño o niña que escucha de sus padres, de su profesor o de alguna persona de referencia cosas como “eres un gordo/a”, “eres estúpido/a”, “no se te puede encargar nada”? ¿Acaso no podrán incorporar dichas descripciones sobre su conducta y asumirlas como su propia manera de describirse y por tanto de percibirse?… Esta es una de las vías para la construcción de lo que frecuentemente denominamos “Autoestima” o “Autoconcepto”, pero adentrarnos más en ello requiere otro post.

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Acerca de Miriam Rocha Díaz

Psicóloga Colegiada: M-24220. Trabajo como psicóloga de Adultos, Adolescentes y Niños en ITEMA (Instituto Terapéutico de Madrid) y soy tutora del Máster en Terapia de Conducta del mismo centro. Para más información, consultar: Datos de Contacto: Teléfono ITEMA (Instituto Terapéutico de Madrid): 914357595 Email Profesional: rochadiaz.m@gmail.com Web ITEMA: http://www.itemadrid.net/ Más datos sobre mi: Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid y Máster en Terapia de Conducta en ITEMA (Instituto Terapéutico de Madrid). He colaborado en diferentes líneas de investigación en los Departamentos de Psicología Biológica y de la Salud y Psicología Social de la UAM.
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4 respuestas a El poder de las Palabras

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  4. soy de Chile y es muy buena tu pag, de casualidad la encontré ya que me encuentro haciendo un tbjo del mobbing

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